15 de abril de 2025
De pioneros a indeseables: la paradoja del inmigrante en Estados Unidos de AméricaDe pioneros a indeseables: la paradoja del inmigrante en Estados Unidos de América
Por Esaú López García*
La identidad estadounidense está marcada por una paradoja: mientras se celebra a los inmigrantes como fundadores de la nación, también se les percibe como una amenaza. Esta contradicción se manifiesta en discursos contrapuestos. Por un lado, se enfatiza que “Estados Unidos es un país construido por inmigrantes”, reconociendo su contribución cultural, social y económica. Por otro, podemos ver, por ejemplo, que durante los primeros días del gobierno de Donald J. Trump se promovieron campañas como “Report Illegal Aliens”, que estigmatizaban a los migrantes. Incluso en su discurso inaugural, Trump prometió apoyar a las comunidades latinas y negras, promesas que contrastan con las políticas antiinmigrantes de su administración.
Para comprender estas contradicciones, es necesario remontarnos a la tesis de Frederick Jackson Turner, recuperada por Javier Torres en su artículo «Humanos y no humanos en el nacionalismo estadounidense»,[1] sobre el papel de la frontera en la construcción de la identidad estadounidense. La frontera, en este contexto, no se limita al límite geopolítico con México, sino que representa un proceso de expansión y conquista de este a oeste, que incluyó el cruce de los Apalaches, las travesías de los pioneros y el enfrentamiento con la naturaleza y los pueblos indígenas. Esta experiencia de conquista y sacrificio, argumenta Turner, dio origen a un nuevo tipo de ser humano. Aunque los pioneros conservaron muchas ideas europeas, el desafío de conquistar y modernizar un territorio vasto y hostil los llevó a distanciarse de su herencia europea. Así, el estadounidense dejó de verse como un europeo en tierras extrañas y comenzó a considerarse un ser nuevo, con valores propios que, aunque similares, diferían significativamente de los de Europa. Esta transformación, como señala Torres, es clave para entender la narrativa nacionalista que aún hoy define a los Estados Unidos —o, más bien, que define a quienes aplaudieron vigorosamente el discurso de Trump—.
Cuando el sector conservador reconoce que “los inmigrantes” han sido fundamentales para la construcción de Estados Unidos, esta declaración puede resultar confusa. ¿Cómo es posible que este mismo sector promueva políticas contrarias a la inmigración y convierta estas posturas en parte central de su identidad? La respuesta radica en una distinción crucial: los inmigrantes que se celebran no son los mismos que se rechazan hoy. Aquellos inmigrantes valorados son los puritanos y colonos blancos del pasado, considerados los fundadores míticos de la nación. Sin embargo, los inmigrantes contemporáneos, especialmente aquellos de origen latinoamericano, asiático o africano, son percibidos como una amenaza a la identidad y estabilidad del país.
Esta dinámica no es exclusiva de Estados Unidos. En México, a principios del siglo XX, se exaltaba a los indígenas como parte fundamental del pasado glorioso del país, pero al mismo tiempo se promovía la idea de que todos los mexicanos eran mestizos. Esta narrativa buscaba, en la práctica, diluir la identidad indígena y negar su existencia en el presente. Sin embargo, los indígenas no desaparecieron; siguen siendo una parte viva y activa de la sociedad mexicana, aunque históricamente hayan sido marginados. De manera similar, en Estados Unidos, “los inmigrantes” han sido mitificados como figuras del pasado: los puritanos y pioneros que edificaron la nación. Pero, al igual que en México, esta idealización contrasta con la realidad actual, donde los nuevos inmigrantes son vistos con desconfianza y rechazo, a pesar de que siguen siendo una parte esencial de la sociedad estadounidense.
En su programa “Subway Takes”, el comediante Kareem Rahma señala que, aunque la inmigración italiana a Estados Unidos comenzó hace más de un siglo, no fue sino hasta después del 11 de septiembre de 2001 que los italoamericanos comenzaron a ser tratados como parte de la “población blanca”.[2] A pesar de su significativa contribución a la cultura estadounidense, los inmigrantes italianos solían ser retratados principalmente como mafiosos, como se aprecia en películas como El Padrino o series como Los Soprano. Sin embargo, en tiempos recientes, han dejado de estar bajo el escrutinio del gobierno y su imagen ha cambiado ante la sociedad, llegando a ser considerados simplemente “un blanco más”. Esto plantea una pregunta inevitable: ¿por qué no ha ocurrido lo mismo con los inmigrantes asiáticos, negros o latinos?
En La derrota del pensamiento, Alain Finkielkraut analiza las tensiones entre dos formas de entender la identidad: el “sentimiento universal”, que se enfoca en la cultura en general, y los “particularismos”, que se centran en la cultura propia. Finkielkraut señala que, en el caso de la Francia revolucionaria del siglo XVIII, la identidad se construyó desarraigando a los individuos de sus orígenes y definiéndolos más por su humanidad que por su nacimiento. No se trataba de restaurar una identidad colectiva, sino de afirmar la autonomía individual, liberando a las personas de cualquier adscripción heredada y “definitiva”.
Por otro lado, Finkielkraut contrasta este enfoque con los particularismos, como los abrazados por la nación alemana a mediados del siglo XVIII. En este caso, el descubrimiento de la cultura propia sirvió como un mecanismo de compensación frente a la humillación y la impotencia. Como señala el autor, «con el descubrimiento de su cultura, la nación se resarce de la humillación que está sufriendo. Para olvidar la impotencia, se entrega a la teutomanía».[3]
Este punto es fundamental para comprender la contradicción que estamos analizando. Cuando los conservadores estadounidenses afirman valorar el papel de los inmigrantes en la construcción de la nación, no se refieren a los inmigrantes actuales, sino a aquellos pioneros del pasado que encarnan un ideal mítico. Para ellos, “los inmigrantes” son una figura histórica, un símbolo de esfuerzo y sacrificio que contribuyó a forjar el país. Sin embargo, esta valoración no se extiende a los inmigrantes contemporáneos, cuyas contribuciones son vistas con desconfianza o incluso rechazo. ¿Por qué unas se consideran parte fundamental de la identidad nacional y otras no?
El problema radica en que esta distinción rara vez se aclara. Los conservadores no explicitan que su admiración por los inmigrantes se limita a aquellos del pasado, porque hacerlo significaría reconocer que no valoran de la misma manera a los inmigrantes actuales. Esto genera confusión: mientras escuchamos frases como “los inmigrantes construyeron este país”, también vemos cómo se promueven campañas que incitan a denunciar a cualquier persona sospechosa de estar en el país sin los permisos correspondientes. La contradicción es evidente: se celebra a los inmigrantes como un símbolo del pasado, mientras se criminaliza a los inmigrantes del presente.
Frederick Jackson Turner identifica los valores “románticos” que surgieron de la conquista de la frontera.[4] Estos valores, que enfatizan la capacidad del individuo para dominar la naturaleza y, al mismo tiempo, transformarse a sí mismo, han sido abrazados por discursos como los de Donald Trump. De hecho, estos ideales se han convertido en pilares de la cultura política estadounidense, encarnados en figuras como Abraham Lincoln, quien simboliza la autosuperación y el esfuerzo individual. Sin embargo, estos valores están íntimamente ligados a la idea de la identidad por adscripción que menciona Finkielkraut: la noción de que la identidad estadounidense se construye a través de la elección y el esfuerzo, no del nacimiento o la herencia. Esto contrasta con la visión de la identidad por herencia, que se enfoca en la tradición y el pasado. La tensión entre estas dos formas de entender la identidad es lo que hace que los discursos sobre la nación estadounidense sean tan contradictorios y difíciles de reconciliar.
Los pioneros construyeron Estados Unidos a través del esfuerzo y la determinación, independientemente de su origen. El país que levantaron fue el resultado de su trabajo y sacrificio, pero, con el tiempo, llegó un punto en el que el país “se acabó de construir”. Una vez alcanzada la estabilidad, los valores que habían sido esenciales para fundar la nación —como la conquista de lo desconocido y la autosuperación— dejaron de ser discutidos. Los pioneros murieron, y con ellos desapareció el sentido de conquista dirigido hacia la naturaleza. En su lugar, surgió una nueva obsesión: la conquista del mercado y el enriquecimiento material, muchas veces carente de propósito.
Los estadounidenses actuales son, en gran medida, el producto de las circunstancias que enfrentaron los pioneros y de cómo estos las superaron. Aquellas experiencias dieron forma a una manera específica de entender el mundo, adoptada no solo por los pioneros, sino también por algunas de las generaciones posteriores. Sin embargo, para los estadounidenses de hoy, esos valores son algo distante. Ya no necesitan emular a los pioneros; su concepto de “esfuerzo” ha cambiado. Si pueden considerarse herederos de aquella generación, es principalmente en un sentido económico: han aprovechado la riqueza material que les legaron sus antepasados. Pero la herencia moral, aquella que impulsó a los pioneros a construir una nación, se ha perdido en el camino. Si el objetivo del gobierno actual es “hacer de Estados Unidos una nación grande nuevamente”, el camino no puede ser el de idealizar románticamente el pasado ni, mucho menos, el de culpar a quienes llegan al país con la esperanza de salir adelante gracias a su propio esfuerzo. Esta actitud no solo es contradictoria, sino que ignora el papel fundamental que los inmigrantes han desempeñado en la construcción de la nación.
Los pioneros y los valores que forjaron pertenecen al pasado. Los estadounidenses actuales los miran con nostalgia y reconocen que sus comodidades fueron construidas gracias al esfuerzo de aquellos inmigrantes que llegaron a una tierra agreste y la transformaron en una potencia mundial. Sin embargo, esta admiración no se extiende a los inmigrantes actuales, quienes llegan a un país que, aunque en decadencia, “ya está construido”. A diferencia de los pioneros, los antepasados de estos inmigrantes no forman parte de la “historia de esfuerzos” que se celebra. Por ello, se les acusa de aprovecharse del trabajo de quienes llegaron antes, como si su presencia fuera un privilegio concedido por las familias que llevan generaciones en el país.
Lo que se espera de los inmigrantes actuales es que se pongan al servicio de quienes “llegaron primero”,[5] como una forma de agradecimiento por permitirles estar en un país que no ayudaron a construir. Si no se someten a estas expectativas, y especialmente si no lo hacen de la manera que se les exige, la respuesta es contundente: “que los regresen a su país”. Para los inmigrantes actuales, el esfuerzo ya no es suficiente; se les exige no solo que trabajen, sino que lo hagan en los términos que otros han decidido.
Estados Unidos fue, en sus orígenes, una nación construida por adscripción: un proyecto basado en la elección y el esfuerzo individual, no en la herencia o el origen. Sin embargo, con el tiempo, aquellos “adscritos originales” —los pioneros y colonos— se convirtieron en un mito. Este mito se transformó en los discursos románticos que hoy escuchamos sobre la nación estadounidense, discursos que, al idealizar el pasado, pierden conexión con la realidad actual.
El hecho de que Estados Unidos pueda analizarse tanto desde la perspectiva de la adscripción como desde la de la nación romántica no contradice lo propuesto por Finkielkraut; más bien, confirma su idea de que estas dos visiones no pueden coexistir de manera armoniosa. No es posible afirmar, por un lado, que los inmigrantes son la base y el fundamento de la nación y, por otro, exigir su expulsión bajo consignas como “que vuelvan por donde vinieron”. Esta contradicción no solo revela una tensión en la identidad estadounidense, sino también la incapacidad de reconciliar su pasado mítico con su presente multicultural.
En última instancia, esta contradicción refleja un problema más profundo: la manera en que las sociedades seleccionan y reinterpretan su historia para legitimar ciertas posturas políticas. La identidad nacional no es una esencia inmutable, sino un constructo dinámico que cambia según las circunstancias. En Estados Unidos, como en otros países, los discursos sobre el pasado son utilizados para justificar exclusiones en el presente. La pregunta que queda abierta es si, en el futuro, los inmigrantes que hoy son marginados serán reconfigurados en la memoria colectiva como parte fundamental de la nación, tal como ocurrió con los italoamericanos.
Mientras se siga celebrando a los inmigrantes del pasado mientras se criminaliza a los del presente, Estados Unidos seguirá atrapado en un ciclo de negación y exclusión. Para “hacer grande a Estados Unidos”, o ya siquiera una nación con algún mínimo de coherencia, no basta con idealizar el pasado; es necesario reconocer que la grandeza de una nación reside en su capacidad para integrar y valorar a todos aquellos que contribuyen a su construcción, sin importar su origen o su momento histórico. Solo entonces podrá Estados Unidos reconciliar su pasado mítico con su presente multicultural y construir un futuro verdaderamente inclusivo.
Bibliografía
FINKIELKRAUT, Alain, La derrota del pensamiento, traducción de Joaquín Jordá, Barcelona, Editorial Anagrama, 2000.
GRAEBER, David, Bullshit Jobs, Nueva York, Simon & Schuster, 2018.
JACKSON TURNER, Frederick, The Frontier in American History, Nueva York, Henry Holt and Company, 1920.
TORRES PARÉS, Javier, «Humanos y no humanos en el nacionalismo estadounidense», en Criba. Historia y cultura, número 7, enero-marzo 2025, https://www.cribahistoriaycultura.com/la-frontera-en-el-nacionalismo-estadounidensepor-javier-torres-pares/.
[1] Javier Torres Parés, «Humanos y no humanos en el nacionalismo estadounidense», en Criba. Historia y cultura, número 7, enero-marzo 2025, https://www.cribahistoriaycultura.com/la-frontera-en-el-nacionalismo-estadounidensepor-javier-torres-pares/ [Consultado el 15 de marzo de 2025].
[2] SubwayTakes, Italians became White after 9/11, 28 de enero de 2025, recuperado de https://www.youtube.com/shorts/cEtns-G5YdI?si=gUDOuaRIvCMJwu0o (consultado el 18 de marzo de 2025).
[3] Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, traducción de Joaquín Jordá, Barcelona, Editorial Anagrama, 2000, p. 13.
[4] Frederick Jackson Turner, The Frontier in American History, Nueva York, Henry Holt and Company, 1920, pp. 1-38. Disponible para consulta en: https://www.loc.gov/resource/gdcmassbookdig.frontierinameric01turn/?st=gallery
[5] David Graeber, Bullshit Jobs, Nueva York, Simon & Schuster, 2018, se cuestiona la glorificación del trabajo como virtud moral en sí misma, herencia de la ética protestante que vincula el esfuerzo laboral con el valor personal. En este libro, Graeber desmonta la idealización que muchos tienen respecto del trabajo al demostrar que muchos empleos son innecesarios o alienantes, pero se perpetúan para sostener una narrativa que justifica la sumisión a sistemas desiguales. Así, la exigencia de que los inmigrantes “trabajen duro” en términos ajenos revela menos una lógica de productividad que un mecanismo de control social disfrazado de meritocracia.
* Esaú López García: Licenciado en Historia por la UNAM. En 2023 fue director del Seminario de Historiología en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM . Premio Edmundo O’Gorman para jóvenes investigadores en Teoría de la Historia 2023. Actualmente se desempeña como investigador dentro del equipo editorial de gaceta Criba.